Trabajo juvenil y discurso político

Ocio y Trabajo (1863), Michele Cammanaro

Lo que ha sucedido entorno a la reciente ley del trabajo juvenil ha despertado muchas inquietudes entre quienes la defienden y la atacan. Los primeros porque empiezan a comprender que, más allá del debilitamiento de los sindicatos, la sociedad civil está en capacidad para organizarse de manera eficaz y confrontar políticas que sienten adversas. Los segundos porque los motivos que secundan la ley les resultan ya distintos al sólo interés de una clase esquilmadora y voraz; se asume desde la oposición que existe un problema real —el de la informalización– cuyas causas no se han identificado correctamente y al que se le da un tratamiento torpe. Mi opinión en concreto es que resulta francamente ilusorio creer que este mecanismo ayudará (con la reducción de los costos de contratación) a formalizar el empleo y por ende a la regularización de más empresas —motivo por el cual se la defiende hoy—. Se ha asumido que los empresarios están ansiosos por formalizarse y pagar sus impuestos sin embargo no se ha considerado que las empresas formales asumen los costos que ello implica, pese a ser elevados, porque su producción la puede sostener, no en sentido contrario, los empresarios no son más productivos, necesariamente, por tener trabajadores baratos. El factor coste de contratación se ajusta en función de la realización del equilibrio productivo, pero es evidente que los empresarios que no pueden sostener un mínimo de productividad (vg. si tienen poca tecnología o conocimientos) se instalan en la informalidad porque es la única manera de subsistir.

La nueva ley beneficia sólo a los empresarios cuyas actividades son ya formales y que además no contratan a largo plazo. Éstos podrían no renovar contratos y emplear a jóvenes o pagar sus indemnizaciones por despido y cambiar a su planilla —escamoteando a la ley su sentido– para hacer un trabajo de baja productividad. Si pensamos que la ley será transitoria y sólo durará unos pocos años este beneficio se calcula sólo sobre este período; terminado el mismo los trabajadores jóvenes volverán al régimen regular y sus empleadores volverán a asumir los costos. De esta manera se considera que la productividad crecerá en función del trabajo barato en estos tres años; los nuevos empresarios tendrían que asumir un 75% de su planilla con derechos completos para poder beneficiarse de la contratación juvenil en un 25%. Además, por ser de baja productividad, el trabajo juvenil tendría mayor presencia en MYPES en donde los trabajadores beneficiados serían solo unos cuantos y para las que ya se creó un régimen especial con el fin de ingresarlas a la formalidad.

Podemos concluir así que los objetivos de la ley son bastante pretenciosos y no redundan en un cambio sustancial de la economía sumergida. Por otro lado la precarización del empleo, que representa la ley, no tiene que ver con una reducción real de derechos ya conseguidos sino con la creación de un nuevo régimen de trabajo para jóvenes que no tienen ninguna formación: la creación de un nuevo tipo de trabajador, joven y barato. Es una forma de reconducir el trabajo formal hacia la explotación legítima. El trabajador informal y el empleador informal tienen mecanismos sociales de presión mutua, y en función a su productividad y su experiencia, el trabajador se vuelve valioso para el empleador quién dispone de bonos y otros beneficios —todos ellos fuera de la ley— con el fin de mantener su productividad. Las condiciones del trabajo informal, pese a ser injustas, se acuerdan en función de las necesidades de ambos: empleador y trabajador. La precarización del empleo, de hecho, ha llevado a que las personas busquen un sustento en las microempresas personales. Pero es menester recordar que este tipo de acuerdos no tendrían lugar allí donde los ciudadanos tuvieran instituciones que les permitieran desarrollar capacidades en función a sus planes de vida; de tal manera que el trabajo se convirtiera en una forma de potenciar habilidades ya adquiridas. Con una institucionalidad precaria como la de nuestro país la relación entre el trabajador y el Estado es de antagonismo. La condición de informalidad beneficia al trabajador y empleador en desmedro del Estado —ciertamente en menor medida al trabajador—; con la ley de trabajo juvenil se benefician el gran empleador (no el pequeño) y el Estado en desmedro del trabajador, ¿Qué sucede con los jóvenes con carga familiar, no hablemos ya de hijos, sino con padres enfermos o ancianos?

Sin embargo, yo no soy economista y quisiera analizar un poco más allá de estas razones de sentido común algunas ideas sobre el plano de la política que también es menester estudiar. ¿Cuáles son las razones de fondo de una medida así? ¿Cuál es la concepción política que opera detrás de un discurso así? Pienso que existen dos ideas que le dan sustento. En principio, existe cierta concepción sobre el emprendedurismo —que es finalmente una concepción libertaria— que asocia una concepción del individuo y una concepción de la sociedad. Para esta concepción libertaria el individuo tiene un derecho fundamental a ejercer su libertad sin la limitación del Estado en ningún sentido, y en consecuencia la sociedad debe ser esa tierra agónica de emprendimientos creativos y libres. Los individuos en esa sociedad están posicionados con sus propios recursos y su imaginación, y el único criterio valioso de justicia es el consentimiento voluntario en los intercambios. Este concepto al ser el lugar común de una buena parte de los políticos de derechas en el gobierno se teje desde las instituciones jurídicas. La ley del trabajo juvenil es una expresión más de ella. El concepto del emprendedor no debe tomarse aquí en un sentido descriptivo sino en sentido normativo —por la presencia de un imperativo práctico—. No se trata de una categoría sociológica, no hablamos de los empresarios o emprendedores como tales. El emprendedurismo es un tipo de discurso moral que tiende a privilegiar un determinado modo de vida por sobre otros, uno en el que lo más importante es el cálculo utilitarista que permite crear riqueza. Es probable que el concepto resulte altamente polémico; pienso por ejemplo que muchos empresarios no considerarían hacer empresa como lo más valioso de sus propias de vida, pueden considerar que lo sean sus familias, o que hacer empresa les permite realizar otros fines más valiosos. Sin embargo, este tipo de concepciones construidas en el seno de la sociedad, a través de los que intervienen en el debate público, se presenta desde medios de comunicación, en las universidades, desde la política o la sociología, y trata de dar forma a la cultura moral. Por tanto, este fenómeno se debe evaluar como una consecuencia de la erosión de las esferas de la vida social a causa de un criterio de mercado que penetra y determina la pluralidad de fines humanos.

Quiero detenerme un poco y explicar en qué sentido este concepto de emprendedurismo se asocia con la ley del trabajo juvenil. ¿Qué significa formalizar el trabajo juvenil de acuerdo a la ley? Significa reducir el tipo de cargas que tienen los individuos para hacer empresa. Sus emprendimientos deben liberarse de las odiosas cargas laborales para transitar hacia ese ideal de economía de libre mercado. Que esta concepción sea hoy compartida, de forma discreta por los empresarios formales y de forma sincera por los informales, es el resultado del fracaso que supuso para la mentalidad económica del país el gobierno aprista. La Constitución Política de 1979 ofrecía un blanco ideológico fácil de atacar en medio de la crisis política y económica que vivimos en los 80. Pero fue Fujimori el que aprovechó esta crisis para cimentar el discurso neoliberal y destruir así la posibilidad de un Estado Social. Que el Estado no cuente con los inspectores laborales que son necesarios para sancionar las malas prácticas de los empleadores es sólo el reflejo de esta pretensión libertaria. Se quiere combatir el trabajo informal, se dice por un lado, pero la solución no pasa por una reforma política que aspire a tener un Estado con un papel significativo en la organización económica; la solución es otra: crear alternativas al régimen laboral bajo el supuesto de que no beneficia a los trabajadores (¿o se trata de los empleadores más bien?). El trabajo informal, con un Estado debilitado, es un problema para la precaria organización política ya que no puede intervenir en la reducción de la desigualdad; se espera que milagrosamente sea el libre mercado el que solucione todos los males sociales. En los últimos años tanto los sociólogos como los politólogos vienen opinando en favor de una reconstrucción de la institucionalidad del Estado. Habría que hacer la pregunta sobre si esta ley se ocupa de ese problema urgente de nuestra comunidad política, ¿No es más bien un paso en sentido contrario, al menos simbólicamente hablando, hacer legítimo el trabajo barato de jóvenes quienes no han tenido oportunidades justas por su situación de pobreza y que además exhiben una precaria formación educativa? Con la economía desacelerándose se vuelven evidentes los compromisos que hemos estado asumiendo en política económica en los últimos 25 años. No estamos caminando hacia una reconstrucción de políticas universales sino que mantenemos el status quo de cierta mixtura entre la apariencia de mejoría política y la barbarie económica.

La segunda idea, que analizaré brevemente, tiene que ver con el progreso social. Tanto la derecha como la izquierda asumen una posición progresista en el discurso político. Ensayan promesas sobre la mejoría de las calidades de vida, sobre la posibilidad de la realización de los diversos proyectos personales, sobre el crecimiento cultural y moral del país, etc. Ambas alineaciones coinciden en la creencia de que el principal aspecto del progreso social es el económico pero se diferencian en sus formas de comprenderlo. La izquierda peruana —considerando por supuesto los matices de una pluralidad de agrupaciones políticas de izquierda— todavía posee un discurso del todo o nada. Para la izquierda la lucha política es una lucha sobre todo ideológica, y desde ese aspecto su lucha es en los corazones de los ciudadanos y no en las instituciones políticas. Se considera que una vez despertada la conciencia de clase —u otros sentidos de pertenencia del discurso de la izquierda cultural— todos se alinearán en favor de una utopía en la que los maestros, los obreros y los campesinos tendrán por fin la dignidad merecida en sus condiciones de vida. De tal manera, una vez que todos se hagan autoconscientes de su situación de explotación, cambiarán el régimen de forma revolucionaria implicando una ruptura sustancial con las instituciones políticas y económicas neoliberales. Por otro lado, la derecha considera que el progreso económico puede darse de forma infinitesimal, es decir, que toda mejoría por pequeña que sea es simplemente preferible. El que las empresas hayan recibido más utilidades en los últimos años mientras que las condiciones laborales se mantenían muy por debajo en proporción no aparece como un dato relevante para esta idea de progreso. Acaso ¿No se elevó el sueldo mínimo?, ¿No hay más trabajo para el sector agroindustrial pese a ser un tipo de contratación precaria? ¿No es mejor un trabajador barato formal a un trabajador informal? A todas estas preguntas tal vez estemos animados a responder afirmativamente con la cabeza gacha. Además la derecha nos presenta cifras, cuadros, datos duros e incontrovertibles para hacernos entender que esta es la realidad en la que vivimos y no el mundo al que aspiramos. La razón de este divorcio entre nuestros ideales y la realidad, se nos dice, tiene que ver con nuestra precaria educación económica y por ello habría que enseñar a pensar de forma instrumental. Creo que esta idea se tolera sólo a raíz de cierto estoicismo moderno. Pensamos que es mejor pequeños pasos de distribución —pese al crecimiento de la desigualdad social— que no avanzar nada; pensamos que es mejor que el pobre coma algo a que no coma nada, y ciertamente es mejor, pero la pregunta es: ¿Eso es todo lo que podemos hacer? La racionalidad debe estar sujeta al conjunto de problemas políticos que tenemos, y en ese sentido, la razón instrumental debe ser parte de un enfoque más amplio de razón práctica. Debemos estar preparados para asumir la crítica compleja y evitar el argumento fácil.

Debatir estas ideas en profundidad es lo que nos toca hoy. El discurso político torpe asumido hoy por la izquierda no hace más que entrampar la reflexión sobre la institucionalidad y el problema de la justicia. La derecha por su lado también está huérfana de horizontes y da pasos torpes mientras la sociedad política se debilita. Un reflejo de ello es el crecimiento de la delincuencia organizada y los casos de corrupción generalizados en el sistema. Es necesario volver a discutir sobre la necesidad de un Estado eficaz y justo. Que esta ley sea el pretexto para abrir un debate real sobre la proyección de nuestros ideales compartidos.

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