Tareas pendientes

Putti Fighting (1625), Guido Reni

La derrota de Keiko Fujimori es un gran paso para el fortalecimiento de la democracia en el Perú. Estos próximos cinco años serán importantes para evitar que los proyectos autoritarios tengan lugar en la política peruana; y sin embargo, las circunstancias parecen apuntar en una dirección incierta. Por un lado la victoria de PPK parece consolidar un proyecto de derecha liberal y los pactos con el fujimorismo son el siguiente paso lógico en esa línea de acción. La izquierda democrática, con Verónica Mendoza a la cabeza y quien diera la victoria a PPK, se encuentra ahora en una posición de marginalidad, que tal vez convenga en el mediano plazo, pero que agudizará el macartismo en el que coincide toda la derecha desde la liberal hasta la radical fujimorista. Este escenario no favorece el desarrollo de partidos que expresen una variedad de posiciones políticas en el espectro, antes bien ofrece al ciudadano una elección entre una derecha tecnócrata y otra populista. Los proyectos de justicia social con accesos públicos y gratuitos a sanidad o educación, y que son los que generan las identidades cívicas en las clases bajas, parecen haber sido desplazados por el ideal de un individualismo empresarial en el cual el éxito personal es la motivación por antonomasia.

La campaña electoral, tal vez sin advertirlo, tomó ese mismo cariz y es bastante revelador analizar retrospectivamente las formaciones de la opinión pública en estos meses. Para empezar, la campaña en primera vuelta parece haberse desarrollado bajo el estímulo del florecimiento de nuevos caudillajes triunfalistas como el de Acuña o el de Guzmán, pero también se articuló bajo el retorno a las viejas formas de hacer política partidaria, tal fue el caso de Verónica Mendoza y Alfredo Barnechea para quienes liderar propuestas principistas era lo más importante —incluso si no se pasaba la valla electoral—; eventualmente llegaron a parecer suicidios políticos, nobles y herederos de una vieja tradición. Por otro lado se encontraba Keiko Fujimori, con una imagen más moderada, aglutinando el voto duro fujimorista. Su candidatura significaba no ya una reivindicación directa sino más bien disimulada, discreta, del gobierno criminal de Alberto Fujimori. PPK se había llevado al votante del PPC, que se sacrificaba en una inexplicable alianza con el APRA, y también al de Alejandro Toledo. Todos estos elementos parecen describir un renacimiento democrático. El ocaso de los caudillos de la transición democrática Alan García y Alejandro Toledo, envueltos en escándalos, y la aparición de nuevos rostros supone una revitalización del menú político; por otro lado, el ascenso de Mendoza y Barnechea como opciones viables supuso una renovación de la confianza en una opción de izquierda moderada sin precedentes de tales dimensiones.

En segunda vuelta la campaña pareció congelarse un poco. En mi opinión porque ambos candidatos tenían el mismo leitmotiv detrás, un ideal centrado en el héroe empresarial que vence la adversidad y la pobreza. Y habría ganado Keiko Fujimori si el discurso se mantenía en esa dimensión. Lo curioso del proceso, y aunque se ganó por poco, fue que cuando se planteó el dilema entre democracia y dictadura los indecisos reaccionaron y ofrecieron otra oportunidad a la continuidad democrática. Keiko Fujimori apeló hasta el final a ese ideal que busca la fragmentación del tejido social, a ese héroe del dinero y el poder que logra vencer aniquilando al otro, que destruye las selvas y contamina la tierra para buscar madera y oro; y del cual son ejemplos también, el hombre que se hace rico de la noche a la mañana y que no debe explicaciones a nadie —“el cholo con plata”, frase desafortunada de Joaquín Ramírez—, y ese político que intenta ganar a base de mentiras y artimañas una elección. Todos estos elementos marcaron la diferencia entre una coalición democrática, un consenso para evitar el regreso de los noventa, y una candidatura personalista, centrada en un apellido y con vocación autoritaria.

Así esta renovación democrática que empieza a mostrar resultados visibles, con nuevos liderazgos, en la cual la discrepancia alturada puede tener lugar; se enfrenta al reto de superar una perspectiva mercantilista que empobrece el debate. Este será el desafío que tendremos que afrontar todos, el de reconstruir una base política —no economicista— desde la cual plantearnos mutuamente exigencias sin caer otra vez en la tentación autoritaria. También deberíamos cuidarnos de los defensores del establishment para quienes esta dicotomía es sólo producto del odio, o el peligro de la ingobernabilidad por la polarización; nada más lejano, en estas elecciones hemos visto la continuidad de las prácticas populistas y autoritarias, prácticas contra las que debemos combatir todos los comprometidos con un país más justo.

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