El valor público

La declaración de independencia (1797), John Trumbull

En el escenario de las sociedades democráticas plurales contemporáneas una cuestión problemática aparece y genera un conjunto de incertidumbres difíciles de zanjar, a saber, la pregunta por el valor público. Una formulación de esta importante cuestión podría ser la siguiente: ¿Qué elementos debemos valorar como comunidad política? Esta cuestión supone a su vez una formulación de las condiciones de la vida política, esto es, de los supuestos sobre los que ésta descansa. Así cuando pensamos en lo público imaginamos por ejemplo el parlamento con sus deliberaciones, o las votaciones presidenciales; pensamos de inmediato en las instituciones de la vida política y en general en aquellos hechos que se nos presentan con contenido político. Podríamos entender la vida pública, en sentido extenso, como en el conjunto de articulaciones intersubjetivas tendientes a encontrar los elementos del común acuerdo. En ese sentido la comunidad política se piensa como el tejido de acuerdos sobre lo que concierne a los participantes de dicha sociedad, esta es la idea desencadenante del contrato social. Nótese que hemos elegido un camino distinto al planteamiento del realismo político, nuestro concepto se aparta de manera decisiva de lo tocante al juego de intereses. Una visión realista podría llevarnos hacia la idea según la cuál lo político sólo está determinado por la confrontación, el cálculo y la negociación que aseguran una posición frente a la necesidad de reformas, y no obstante, tal planteamiento reduce el campo de operaciones que se gestan en el espacio público, podríamos pensar en la apertura del voto para las mujeres o en la aceptación del matrimonio homosexual, en esos casos estamos de acuerdo en que las minorías fueron reivindicadas por una articulación que pudiera ofrecerles un espacio justo en la sociedad. De esta forma entendemos lo político como el concierto reflexivo de lo que importa a todos los participantes de una sociedad, y es sobre esta idea que se tejen las interpretaciones de lo que tal concierto implica.

De tal forma tenemos un espacio público diseñado por nuestras deliberaciones a través de un conjunto de instituciones que cristalizan nuestras exigencias: pensemos en las leyes que aprueba el parlamento, o en las autoridades políticas electas, en ambos escenarios tenemos un acuerdo compartido, bajo las reglas que hemos especificado por un arreglo similar de participación. Sin embargo, esto no parece satisfacer nuestras intuiciones sobre lo público. Pensamos por ejemplo que muchas leyes no son justas y, de haber podido intervenir, no habríamos votado por ellas; o que las autoridades que fueron elegidas tienen proyectos políticos claramente erróneos o incompatibles con nuestras preferencias. Así nuestra intuición de lo público como compartido parece no resistir lo suficiente a la evidencia; normalmente en este punto de reflexión nos plegamos con facilidad hacia el realismo, y en tal sentido, entendemos lo político como el conflicto de intereses que privilegia las preferencias de algunos por sobre el conjunto irreconciliable de la masa social.

No obstante, nuestra concepción puede aún tener plausibilidad si distinguimos dos niveles sobre lo compartido: un primer nivel en el que sólo pensemos en lo político como los acuerdos fundantes de nuestra sociedad política, y un segundo nivel en el que se ubican los diferentes acuerdos legitimados por las técnicas procedimentales de nuestra institucionalidad política. En el primer nivel tendremos entonces un contrato social que funda nuestra común visión de lo que debemos peraltar como sociedad, nuestros valores, nuestras instituciones, lo que defendemos y lo que defenestramos. En el segundo nivel se ubican las cuestiones sobre las que no tenemos un claro acuerdo y que pueden articularse por procedimientos en los que si estemos de acuerdo todos. Esta perspectiva sobre lo político nos permite entender que más allá de las componendas políticas tenemos una idea que todos estamos dispuestos a defender en el espacio público.

Ahora bien hemos distinguido dos niveles de lo político pero nada hemos dicho sobre la posibilidad de su relación mutua y de cómo se desarrolla ésta. Entiendo que el primer nivel tiene por objetivo diseñar los aspectos más básicos de la sociedad, los acuerdos de este nivel son compartidos por todos los integrantes, este primer nivel del contrato social no tiene una naturaleza estática en tanto que los procesos históricos abren el campo de reflexión para incorporar nuevos acuerdos, por otro lado tampoco histórica ya que no es un procesos concreto sino una forma de entender la legitimidad social, es decir, sólo nos podemos representar este primer momento a través de un artificio de la razón, podríamos llamarlo fundamental; es aquí donde diseñamos nuestra política procedimental que se despliega en las instituciones constituidas, y los arreglos conforme a los que se decidirán las cuestiones prácticas de la vida social. El segundo momento político queda estructurado por nuestros acuerdos fundantes básicos, a este nivel lo llamaremos procedural para distinguirlo de la noción procedimental, aquí se articulan las prácticas cotidianas de la política. Existe pues una relación de dependencia del momento procedural con el fundamental. Para graficar lo dicho hasta aquí imaginemos una constitución política escrita, una constitución así parece participar de ambos momentos sobre lo político, parece determinar los aspectos básicos de la sociedad y a la vez diseña las reglas: electorales, de participación política, de aprobación legislativa, etc.; sin embargo, una constitución escrita es siempre votada por una asamblea constituyente sin una regla previa sobre la legitimidad de dicho arreglo, y en tal sentido puede cuestionarse, por ejemplo, por qué una norma constitucional al ser votada no requiere de una mayoría calificada, o si debemos articular la elección de los asambleístas de un modo diferente al que elegimos a los parlamentarios, etc. Podemos observar que nuestras intuiciones básicas sobre estos aspectos tienen cierto ajuste que no colisiona con la práctica constituyente y en tal sentido se legitiman de manera previa a la votación constitucional que es histórica; una carta constitucional debe recoger el acuerdo básico que la sociedad ha cristalizado en su historia, en las instituciones políticas o sociales, en las conquistas morales y en cualquier elemento que señale el camino elegido por la sociedad como conjunto coordinado, aquí una asamblea constituyente no determina el contenido constitucional sino más bien encausa una reflexión general sobre nuestra representación del momento fundamental. Un ejemplo distinto tiene que ver con los derechos humanos, pensamos en ellos como contenidos en una constitución y sin embargo nuestra concepción como ciudadanos libres e iguales nos hace sentirnos poseedores de las mismas capacidades morales tanto antes o después de votar una constitución, es más, sólo desde una concepción de esta naturaleza es posible dar el paso hacia el constitucionalismo, en tanto una perspectiva que nos tenga por libres e iguales nos pone ante la posibilidad de un acuerdo homogéneo. Nuestra visión de nosotros como iguales nos exige un arreglo para no vulnerar nuestra libertad en el futuro. Aquí los derechos humanos aparecen en el momento fundamental, y sólo su viabilidad práctica puede discutirse a nivel procedural, mas no limitarse en absoluto.

Los ciudadanos ubicados como agentes participantes en el acuerdo fundamental pueden observar que estos acuerdos generales hacen posible la interacción social, es decir: en el entendido de que podemos continuar la interacción podríamos introducir mayores acuerdos o incluso inflexiones proyectadas a la negociación, sólo el paso a la violencia cortaría tal interacción y por lo tanto, se precisan de una serie de arreglos fundamentales básicos que puedan ayudarnos a sostener el sistema social. Estos acuerdos pueden ser de muy distinto tipo, pero en las sociedades democráticas sólo hay un número reducido de arreglos que son válidos desde la coherencia sistémica con nuestras premisas básicas. Las democracias no son muy disímiles entre sí, y esto muestra cómo la elección de los arreglos democráticos permiten que la práctica política sea posible, sólo la vulneración de la democracia puede llevarnos hacia un conflicto serio, ejemplo de ello es el terrorismo cuya perspectiva descarta de lleno la cooperación, pero un camino intermedio es la política sucia que tiende a fragmentar el pacto inicial. La deliberación pública por otro lado tiene el objetivo de volver a tejer el lazo roto, por ello la discusión de las ideas políticas es necesaria para coordinar los esfuerzos tendientes a la reconstrucción institucional en una democracia débil. La deliberación no está más allá de nuestra capacidad práctica y forma parte de lo que he llamado el momento procedural, está arreglada por nuestras intuiciones y ajustada por las reglas: pensemos en los debates en las elecciones, o en las discusiones académicas, en los conversatorios universitarios, ésta es la razón de que sea totalmente absurdo -o quizá conveniente para algunos- que se retiren los espacios de discusión política en universidades y escuelas. Algo adicional sobre el debate público tiene que ver con la forma en que alcanzamos nuestra comprensión del momento fundamental: pienso que nuestros acuerdos fundamentales sólo pueden ser claramente definidos cuando los actores sostienen un debate que pueda arrojar luz sobre la coherencia de este momento. Mucho de lo que pensamos sobre lo político como articulación está en un plano de oscuridad si no entendemos cuál es el sentido de una comunidad política que tome la individuo como libre e igual. En tal sentido debemos organizar una cada vez mayor discusión sobre lo que ello importa para el diseño de nuestra vida común, una exploración de este tipo sirve para reconstruir nuestra cultura política y heredarla a la generación futura.

En este contexto existen un conjunto de elementos que apreciamos como ciudadanos de una sociedad democrática y plural: el valor de la tolerancia, la libertad de expresión, el respeto de las leyes, etc.; ese abanico de cuestiones soporta nuestra convicción en la interacción social, son los mecanismos de intercambio cultural que se producen en un sistema social diseñado a partir del entendimiento. Por ello damos peso a las intuiciones que favorecen la vida en común, muchas de ellas tienen un contenido moral. Nuestra capacidad para pronunciarnos sobre un aspecto de la vida política está relacionada con nuestra comprensión del valor público, no se trata de un asunto empírico, las encuestas de opinión miden las preferencias de un segmento de la población de acuerdo con una lectura social parcializada, esta valoración es diferente de la que intento comprender aquí. El valor público está asociado con lo que razonablemente estamos dispuestos a defender por favorecer en último término la libertad individual que desarrolla nuestra concepción de lo político como acuerdo. Por ello el autoritarismo legitimado por el populismo es profundamente rechazado en una cultura política que basa sus juicios cívico-morales sobre el pacto fundamental y no sobre la conveniencia política. El compromiso con los valores públicos es el que se pone a prueba cuando las mareas del juego político tensan el pacto fundamental y sólo desde esta perspectiva se puede pensar en la acción política con un contenido moral tendiente a la justicia.

Comentarios

  1. Estimado Ronald,

    Excelente post. Ciertamente, es necesario que en la discusión pública en el Perú se fortalezca ese pacto político que sirve de directriz a los acuerdos y a las articulaciones jurídicas, además de que se hace urgente que la política en sentido liberal debe abrirse paso frente al pernicioso realismo político.

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