Un enfoque político para un problema jurídico: sobre el delito del lavado de activos a propósito de la lucha anticorrupción en el Perú
La juridificación gradual que sufre la política peruana ha tenido un efecto peculiar respecto a la clase de tópicos que se han incorporado al debate público. La opinión pública, el espacio en donde los ciudadanos forman consensos acerca de los fines que se dan a sí mismos y de los medios idóneos para conseguirlos, ha visto expandida su esfera para abarcar ahora también temas concernientes a ciertas particularidades del derecho. Si bien este hecho no es en sí mismo demasiado extraño –después de todo el derecho ha sido siempre uno de los objetos del debate público–, lo cierto es que la profundidad a la que llega la discusión pública acerca de estos elementos nos confronta con nuevas preguntas acerca de la naturaleza de nuestra democracia.
Uno de los elementos que más llama la atención en este nuevo panorama es la cuidadosa atención que se ponen a cuestiones que, a primera vista, parecen interesar solo a los iniciados en la dogmática jurídica, a saber, aquellos que cuentan con una formación profesional en derecho y que comprenden el significado de nociones como las de «dolo», «tipo subjetivo», «verbo rector», etc., solo por mencionar algunos pertenecientes al derecho penal. Este novedoso interés justifica, por un lado, que la mayoría de los participantes de la discusión política en medios de información masivos sean profesionales del derecho; sin embargo, las opiniones especializadas sobre las particularidades del sistema jurídico parecen circular en cortocircuito con las interpretaciones políticas de dichos asuntos. En otras palabras, el debate jurídico se ha introducido en el debate público, pero sin que ello implique necesariamente un intercambio de razones con una ciudadanía que ya solo es vista como un receptor pasivo y no como interlocutores válidos; se presenta, digo, como un debate de expertos puesto a disposición de una masa interesada en informarse, pero cuyas razones no son relevantes para decidir dichas cuestiones.
Quisiera examinar brevemente este fenómeno producido al interior del espacio de la opinión pública ofreciendo en primer lugar un ejemplo, interesante por su parte, acerca del problema –aún abierto– relativo al delito de lavado de activos en el contexto de la llamada «lucha anticorrupción» (1); en segundo lugar, quisiera ofrecer una reflexión a propósito del significado de la relación entre estos dos contextos de debates: el jurídico y el político, a propósito de lo que ello implica para la democracia en el Perú (2).
(1) Son ya bien conocidos los elementos imputados a políticos como Ollanta Humala y Nadine Heredia, así como Keiko Fujimori, acerca de aportes recibidos de la constructora Odebrecht cuya finalidad era el financiamiento de las campañas políticas respectivas. La investigación que los fiscales han emprendido contra estos políticos incluye la supuesta comisión del delito de lavado de activos como el más grave de ellos ya que posee la pena más elevada (hasta 20 años si hay una circunstancia agravante), razón por la cual han podido justificar no solo medidas de arraigo como la prisión preventiva, sino también el plazo extendido para el recabo de material probatorio.
Pese a que estos políticos han negado los cargos imputados, los hechos expuestos en el periodismo nacional parecen verosímiles: costos de campaña injustificables, dineros entregados a través de intermediarios bajo estrategias de ocultamiento, testigos que describen estructuras de decisión con niveles de planeamiento y ejecución. Estas características causan convicción en un ciudadano promedio y llevan a la creencia, injustificada por su parte, de que no es necesario entender nada más para condenarles. Contra ello, el derecho se eleva para hacer valer la pretensión legítima del debido proceso como garantía de derechos fundamentales.
Así, la disputa se traslada a la sede jurisdiccional articulándose, a su vez, dos perspectivas a propósito de la justiciabilidad del lavado de activos en estos casos específicos. La periodista Rosa María Palacios (2018) representa una primera postura: sostiene que estos casos no son punibles por la razón de que no se cumple un elemento subjetivo del tipo. Curiosamente esta es una posición relativamente nueva en su discurso, ya que anteriormente su escepticismo, explicaba, estaba relacionado con la atipicidad penal. Explicaré estos dos elementos tratando de dejar en claro de qué hablamos en cada caso.
Primero la atipicidad. El derecho penal opera bajo el principio de tipicidad –Nulla poena sine lege– que no es más que la idea según la cual nadie puede ser castigado por una conducta que al momento de cometerse no estaba «sancionada» por las leyes vigentes de un sistema jurídico. En este sentido, la conducta ilícito-penal «recibir dineros clandestinos de posibles contratistas del Estado con el objetivo de financiar campañas políticas» al no haber sido prohibida por la legislación, no constituiría una conducta típica al momento de su comisión y, por lo tanto, no estaría sujeta a sanción. Esta primera postura fue moderada posteriormente cuando empezó a circular la imputación por la supuesta comisión del delito de lavado de activos.
El delito de lavado de activos se regula por el decreto legislativo N° 1106. En este decreto se tipifican tres tipos de conducta de los cuales nos interesan en este momento las dos primeras. Prestemos atención a los verbos en cada caso. El artículo N° 1 dice textualmente: “El que convierte o transfiere dinero, bienes, efectos o ganancias cuyo origen ilícito conoce o debía presumir, con la finalidad de evitar la identificación de su origen, su incautación o decomiso, será reprimido con…”; y el artículo N° 2 dice, a su vez: “El que adquiere, utiliza, guarda, administra, custodia, recibe, oculta o mantiene en su poder dinero, bienes, efectos o ganancias, cuyo origen ilícito conoce o debía presumir, con la finalidad de evitar la identificación de su origen, su incautación o decomiso, será reprimido con…”. Ahora bien, en ambos casos se trata de actos llamados de conversión y transferencias, así como de ocultamiento y tenencia respectivamente. Parece que finalmente hemos dado con el tipo penal que calza con la situación especificada, esta primera parte del razonamiento jurídico no parece constituir dificultad alguna. Pero ahora aparece un nuevo escollo. Se nos dice que es demasiado difícil probar el elemento subjetivo del tipo, pero ¿qué significa esto?
Para el derecho penal –a modo de resumen– los elementos constituyentes de un delito se dividen en dos esferas: por un lado, están los elementos del mundo externo constituidos por el tipo objetivo (el bien jurídico protegido, los sujetos, la conducta exterior, etc.) y, por otro lado, están los elementos del mundo interno que constituyen, a su vez, el tipo subjetivo (principalmente el dolo o culpa). Sin embargo, existen algunos delitos que requieren, además de dolo, algunas especificaciones adicionales como formas de restringir el alcance del delito, por ejemplo, en el delito de injuria (art. 130 CP) de la expresión “el que ofende o ultraja” se considera que es un elemento subjetivo del tipo una disposición particular, es decir, la intención de causar un agravio mediante palabras. Así, el tipo penal requiere un tipo de disposición interna adicional que perfeccionaría el delito de injuria, a este tipo de disposición la doctrina la llama «elemento de tipo subjetivo»: por ejemplo, en el caso concreto de la injuria este elemento es el animo iniuriandi (Bramont-Arias Torres 2008, 221).
El delito de lavado de activos contiene así una condición subjetiva adicional en este sentido, que viene dada por la expresión “cuyo origen ilícito [de los bienes] conoce o debía presumir”. De esta manera, en el caso en cuestión, el delito no termina por configurarse ya que –como sostiene la defensa técnica– Odebrecht, al momento de realizar estos aportes, no era sindicada como una empresa corruptora de funcionarios y, además, siendo su principal actividad contratar con el Estado en grandes proyectos de infraestructura, tenía la capacidad económica para apoyar a los candidatos de su preferencia. Se desprende de ello que los políticos receptores de estos dineros podrían no haber conocido o sospechado su origen ilícito, más aún si la práctica habitual era la de recibir aportes sin declararlos.
Retomemos entonces esta primera posición. El delito de lavado de activos no se configuraría en tanto que el elemento subjetivo del tipo penal no se cumple. Esto tendría la consecuencia de que, en general, las conductas imputadas no puedan ser perseguidas a través de la acción penal, sino que, en el mejor de los casos, podrían ser pasibles de una medida administrativa relativa al incumplimiento de la ley de partidos políticos la cual exige la declaración de los aportes. Existe otra consecuencia adicional: ya que estas conductas no son punibles, la vía legislativa queda habilitada para su discusión e incorporación en el código penal de tal modo que se eviten en el futuro pagos indebidos realizados en el contexto de las campañas políticas.
Ahora bien, una segunda posición es la que, según entiendo, han tomado tanto los fiscales encargados de estos casos, así como algunos analistas (entre ellos el ex procurador anticorrupción César Azabache). Para esta segunda postura, los casos imputados a Ollanta Humala y Keiko Fujimori sí serían punibles bajo el tipo penal de lavado de activos. Los argumentos que han esgrimido para sustentar esta posición tienen que ver con una discusión muy interesante acerca de la naturaleza del delito de lavado de activos. Intentaré reproducir a continuación algunos de estos argumentos.
Una de las ideas centrales de esta posición es que el delito de lavado de activos debe cobrar una mayor independencia respecto del delito fuente. Para explicar esto hagamos uso de un ejemplo sencillo: imaginemos a un narcotraficante que monta por cuenta propia una empresa fantasma para justificar los dineros que obtiene de su actividad ilícita. En este caso el «delito fuente» es el de narcotráfico, y si el comitente eventualmente fuera capturado y procesado podrían imputársele dos delitos: narcotráfico y lavado de activos. Ahora imaginemos que el narcotraficante «terceriza» la actividad de lavado, esto es, los bienes obtenidos de su actividad ilícita son transferidos a un tercero que se encarga solo de las actividades de lavado; a este lavador no le interesan los detalles de las operaciones de donde emana este dinero, su actividad es la de organizar un esquema de conversión de capitales con la finalidad de obtener activos justificables. La pregunta que se abre en este último escenario es si el lavador de activos «profesional» puede ser sancionado. De la redacción de los tipos penales que hemos visto, podemos afirmar que el lavador profesional incurre en los actos de conversión, transferencia y también ocultamiento así que deberían serle imputados tales delitos siempre que podamos demostrar que conocía o podía presumir el origen ilícito de los dineros. La cuestión no es tan sencilla como simplemente probar que se ha cumplido el elemento subjetivo respecto del verbo «conocer», más bien parece que necesitamos interpretar qué significa aquí «presumir».
La historia del lavado de activos en el Perú ha sido la de un delito que ha cobrado progresivamente mayor autonomía. Fue introducido en la legislación penal recién en 1991 como un delito dependiente del delito de narcotráfico, razón por la cuál solo se podía castigar por lavado al narcotraficante que lavaba los dineros de su propio delito. Ya en el 2012 se promulga el decreto legislativo N° 1106 que lo reconoce como un delito autónomo (art. 10) y sin embargo incorpora una cláusula con los delitos relativos a los que está asociado el deber de conocer o presumir el origen ilícito de los bienes objeto del delito lo cual constituye una dificultad en lo relativo a la persecución de aquel que solo se dedica a la actividad de lavado. La vía jurisprudencial también ha ido pronunciándose, por su lado, acerca de reglas más específicas acerca de la forma en que debe interpretarse la legislación pertinente.
En todo esto hay una cuestión que estamos pasando por alto. El lavador de activos profesional sabe que sus actividades se encuentran prohibidas por la ley, no constituye una empresa cuyo objeto social es el lavado de capitales y tampoco anuncia sus servicios al público en general. Sin embargo, su actividad no requiere que comprenda el detalle de los manejos ilícitos que generan tales fondos, en otras palabras, él sabe que infringe la ley al utilizar subterfugios y mecanismos de blanqueamiento, y también sabe que la infringe aquel de quién recibe dichos dineros, lo único que desconoce –si acaso lo desconoce– es la forma en que su aportante realiza su actividad ilícita. De lo que estamos hablando es de un grupo de intermediarios cuya actividad no se relaciona de forma directa con la actividad delictiva que origina los fondos (Azabache 2017).
Estas ideas sugieren que necesitamos algunos elementos adicionales que puedan definir de forma más flexible el significado del verbo conocer o presumir. César Azabache ha propuesto, en este sentido, dos exigencias para la configuración del elemento subjetivo del tipo, a saber, la clandestinidad en la forma del aporte y la onerosidad de los dineros recibidos. Esto significa, por ejemplo, que el elemento subjetivo se cumpliría si de los hechos podemos aseverar, sin dudas, que dichos políticos habrían recibido grandes cantidades de dinero a través de mecanismos clandestinos, es decir, que tales circunstancias probarían que o bien conocían su origen ilícito o debían presumirlo. Si esta teoría se impone, probablemente Ollanta Humala y Keiko Fujimori sean sancionados por la comisión de lavado de activos.
(2) Lo que se ha expuesto son algunos alcances de un debate teórico acerca de la naturaleza del delito de lavado de activos. Debido al gran nivel de sofisticación del debate no puedo entrar en él con gran detalle, por lo tanto, mi intención ha sido en todo momento la de exponer de la forma más clara posible qué cosa está en juego en dicha discusión y los argumentos que se han esgrimido desde cada posición. Ahora quisiera concentrar mis esfuerzos en un asunto diferente. a saber, ¿qué significa este debate para aquellos que no somos abogados o jueces? ¿qué tenemos que decir los ciudadanos comunes en este debate de dogmática penal?
Si bien es cierto que este asunto pertenece como tal al contexto del derecho penal, no deja de ser cierto que los ciudadanos se ven forzados a tomar una posición informada sobre el mismo. El problema de fondo es demasiado importante para dejárselo solo a jueces y abogados. Si bien el derecho penal es de ultima ratio, el problema que tenemos entre manos tiene que ver con el modo en el cual configuramos el equilibrio adecuado entre el respeto irrestricto de los derechos fundamentales y la persecución del crimen, considerando además que en estos casos se trata de graves delitos contra el Estado. Este tipo de debate es importante para el fortalecimiento de la cultura democrática porque muestra de qué forma el derecho y la política están relacionados.
En tanto subsistema social, el derecho se encarga de una función particular en lo tocante a la estabilización de las expectativas en lo que respecta al derecho privado, pero también se encarga de vehicular o traducir las demandas de justicia y legitimidad a términos de resultados administrativos y programas sociales; esta «traducibilidad» generalmente toma impulso a partir de la voluntad política formada en los circuitos parlamentarios y las respectivas instituciones de partidos políticos. En nuestro medio, sin embargo, esta función ha venido a reemplazarla una sociedad civil movilizada y activa que ejerce presión social sobre sus autoridades e instituciones sociales. Esta no es una circunstancia excepcional, sino más bien la regla; el gran escepticismo de la ciudadanía respecto al sistema de partidos políticos ha depositado una mayor responsabilidad en los propios ciudadanos que se organizan entorno a determinadas causas concretas sin que medien pautas hermenéuticas fijadas ya de antemano. Esta situación no constituye, por supuesto, el escenario ideal; algunas de estas demandas están nucleadas por retóricas conservadoras (por ejemplo, la Marcha por la Vida) que movilizan también a la población en una dirección contraria al desarrollo de una cultura de derechos. Por su parte, el Poder Judicial también es presionado desde la sociedad civil ya que presenta una grave crisis de legitimidad lo que echa un velo de sospecha sobre toda su actuación.
Un debate como el que tenemos entre manos es entonces una valiosa oportunidad para el ejercicio de la cultura democrática porque en ella se hacen valer por igual las capacidades que tienen los ciudadanos para participar como iguales en el contexto del intercambio de razones. Ahora bien, se debe tener cuidado con no malinterpretar aquí las exigencias de razonabilidad que la situación demanda. Ha sido una afirmación bastante recurrente entre algunos analistas políticos el que la movilización social constituya un simple populismo desbordado que aprovecha la agitación social para emerger. Como hemos afirmado, la situación ha elevado el nivel de responsabilidad que tiene la ciudadanía para hacerse con una posición razonable y crítica de la situación política. No debe negarse esta particularidad porque se trata de las condiciones sobre las que se sostiene nuestra institucionalidad. Tal es la razón de que estos debates se hayan vuelto tan importantes para la ciudadanía a pesar de su sofisticación; interesan porque son indispensables en la formación de nuestra identidad política y la deliberación de nuestros deberes como ciudadanos. Los especialistas en derecho acaso puedan solventar los vacíos de información con los que tropiezan los individuos, pero no pueden reemplazar el papel político de una toma de postura que en cada caso implicaría serias consecuencias para nuestro autoentendimiento como una sociedad justa. Para aquellos que permanecen escépticos habría que recordarles lo que significó, en términos de rendimiento institucional, los juicios contra Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, experimentados en su momento desde la sorpresa de un evento no esperado y hasta fortuito ¿se trató entonces solamente de un debate jurídico?
El contexto en nuestro caso es también particular. Nos encontramos ante una ciudadanía interesada y crítica de las inconductas de toda una clase política que hoy paga el precio de haber defraudado la confianza de los electores. Por lo tanto, no caben ya las presuposiciones ingenuas acerca de una supuesta primacía de la «cientificidad del derecho» que debería decidir la verdadera respuesta del problema. Nadie niega que el asunto se decidirá finalmente en sede judicial por los jueces competentes conforme a las garantías procesales respectivas, pero el asunto no acaba ahí. Porque o bien nos decidimos por hacer valer los principios de una justicia efectiva que pueda perseguir el delito de forma equitativa para todos los culpables o bien reconocemos que las reglas de juego tienen serias deficiencias para cumplir sus objetivos y entonces nos comprometemos con una reforma profunda del sistema judicial y político; el único camino intransitable es la indiferencia o el encubrimiento.
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